08 noviembre 2007

El terror, cuento de Ricardo Menéndez Salmón

Cuando el teléfono suena, miro el reloj, sus dígitos fosforescentes dentro de un vidrio. Son las cuatro de la madrugada.

-La hora del lobo -digo en voz alta.

Comprendo que estoy descolgando el auricular como si el tránsito del sueño más profundo a la más atenta de las vigilias hubiera sido automático, parecido a pulsar un interruptor. Comprendo que estoy pensando eso con total claridad: el hecho palmario, evidente, incontrovertible, de que soy una especie de interruptor que alguien o algo enciende y apaga a voluntad.

Al otro lado de la línea escucho una voz de mujer. Es una voz joven, grave, con acento del sur. Prestando fondo a la voz, cuyas palabras no consigo descifrar, se oye música electrónica, tres únicas notas que se repiten de modo hipnótico: sube-baja-sube, sube-baja-sube, sube-baja-sube. El sonido es nítido, parece que estuviera aquí mismo, en el centro de nuestra habitación.

De pronto distingo lo que la voz dice:

-Papá.

Sé que mi hija está durmiendo plácidamente en su cama, pero aun así pregunto:

-¿Vera?

-Papá, creo que le ha reventado el corazón. Creo que al chico le ha reventado el corazón.

-¿Con quién hablo? ¿Vera?

Sube-baja-sube, sube-baja-sube, sube-baja-sube filtra el tubo, mientras mi mujer me aprieta el brazo y pregunta qué sucede.

-¿Vendrás a ayudarme? ¿Lo harás?

La voz ha perdido su acento. Un velo de lágrimas parece atenazarla.

Ahora percibo una voz de varón, una voz que dice “deprisa, joder, deprisa”, y pronuncia el nombre de Carla. Dos veces: “Carla, Carla.”

-Papá.

-No soy tu papá. Soy…

-Papá, al chico le ha reventado el corazón. Había bebido mucho y luego tomó un puñado de pastillas. ¿Lo entiendes? Está muerto. Muerto encima de mi cama.

Entiendo que es la hora del lobo, el instante decisivo de la lucha entre la oscuridad y el alba, el sube-baja-sube de las tinieblas y la luz.

-Carla -digo-. ¿Eres tú, Carla? Escucha. Tranquilízate. No temas. No soy tu padre, pero no temas. Dime tu nombre, pronúncialo, Carla, déjame oírlo para que así podamos hablar.

-Papá -dice la voz-. Papá, soy Carla y el chico está muerto, con el corazón reventado por culpa de esa mierda.

Entonces cuelga.

Permanezco así, en pijama, viva imagen de la estupefacción, con el auricular pegado a la oreja y mi mujer rodeando mi brazo como si fuera una almohada.

-Era una chica -digo-. Estaba en una fiesta y alguien se ha muerto encima de su cama. Drogas y alcohol.

Mi mujer se limita a respirar pausadamente, el sube-baja-sube de su pecho llenando los segundos.

-Estaba aterrada. Llamaba a su padre.

Llamadas perdidas. Voces de socorro abortadas, llegando a oídos que nada pueden hacer. Mensajes para nadie. Algo que uno imagina sólo sucede en las películas o en los libros. Como Bartleby, el escribiente de Melville, que trabajó en la Oficina de Cartas Muertas de Washington y albergó hasta el final de sus días toda esa pena en su corazón.

Mi mujer se levanta, se recoge el pelo, se pone la bata. La noche ya está gastada; el sueño, condenado. Bajamos de la mano hasta la cocina, como dos enamorados, y me siento a la mesa mientras ella prepara café.

Es bueno charlar entre las cuatro paredes de nuestra vida en común, de pronto alterada por esa muchacha que tiene un muerto encima de su cama. Me apetece despertar a mi hija Vera, decirle que corra a hablar con nosotros ahora que puede, ahora que estamos ante ella y tenemos oídos para sus palabras.

Mi mujer enciende el televisor y escucho decir: “Un suicida se equivoca de número de teléfono y es salvado por un sacerdote.”

Hoy veremos amanecer aquí. Recibiremos los primeros rayos de sol como una especie de bendición, veremos cómo entran por el ventanal orientado al este y recorren lentamente el suelo y la escudilla de nuestro perro, admiraremos cómo trepan por los muebles y los electrodomésticos hasta tocarnos manos y cabello, inflamarnos de vida, calentar nuestra piel.

Muy a lo lejos, apenas audible, el canto de un ave.

Escucho el rugido de mis intestinos. Escucho el murmullo de la carne de mi mujer mientras se ajetrea con la mermelada, la fruta, los bizcochos. Escucho todo este ruido que hacemos en nuestra pequeña vida condenada a desaparecer, todo el sube-baja-sube de nuestros míseros esqueletos.

-Sin azúcar, por favor -informo como un visitante educado mientras me abrazo al cuerpo de mi mujer como a una tabla de náufrago.

06 noviembre 2007

El Aula en el Centro Cultural Alcazaba

Las sesiones del Aula Literaria Jesús Delgado Valhondo se trasladan este curso a una nueva ubicación. Nos mudamos a la planta baja del Centro Cultural Alcazaba, en la calle John Lennon. Queremos dar las gracias desde aquí a la Delegación de Biblioteca del Ayuntamiento de Mérida por las facilidades que nos han dado para que se realicen en ese precioso edificio nuestras lecturas literarias. En cuanto a la hora, no hay cambios: se iniciaran a las 20,30 horas.

05 noviembre 2007

La Ofensa, capítulo XII

El hombre convive con su cuerpo, pero no lo conoce. Al menos no de un modo exhaustivo. Un hombre y su cuerpo son realidades distintas. Seguramente eso es lo que permite comprender la esencia última del dolor, que no es otra que el desgarro que produce la indiferencia del cuerpo hacia uno mismo. Un dolor de muelas, obstinado y sordo a nuestro deseo, basta para advertir semejante drama. Y seguramente también eso es lo que permite a un ser humano conservar su nombre, su dignidad, aquello que más íntimamente posee, cuando su cuerpo, en la enfermedad, la mutilación o la vejez, ya no le pertenece.
Para entender lo que es un hombre no basta con tomar nota de las partes que lo conforman. No basta con escribir: «Kurt Crüwell es la suma de sus dos piernas, su sistema límbico, su intestino, su pituitaria y sus gónadas.» Hay algo en el todo del hombre que se resiste a ser contemplado a través de la mera adición de partes que lo componen. Suponer que esas partes mantienen una vida independiente del hombre que las reúne, implica algo más que una metáfora. En el sexo, cuando el cuerpo se impone y el hombre se ve desbordado por su propia materialidad, o en el esfuerzo físico extremo, cuando los pulmones no responden a la exigencia que de ellos se espera y, por ejemplo, un corredor se derrumba antes de alcanzar la meta, tal evidencia resulta incuestionable.

De ese modo, el cuerpo lleva, hasta cierto punto, una vida independiente de la inteligencia que lo habita, y por eso filósofos y escritores, sin por ello apelar a instancias míticas o refugiarse en el oscurantismo de la religión, pueden seguir pronunciando palabras como alma o autoconciencia. Un hombre sin cuerpo puede saberse a sí mismo. Un hombre que ve su cuerpo desmembrarse, quemarse, empodrecerse, no por ello deja de ser hombre.
No es menos obvio, sin embargo, que el cuerpo, en la vida práctica, es la frontera que se levanta entre cualquier hombre y sus iguales, o entre cualquier hombre y el lugar donde su tiempo transcurre: el mundo. Porque el hombre siente y conoce el mundo, fundamentalmente, a través de su cuerpo.
Ante las agresiones del mundo, el cuerpo se protege. Un bacilo activa sus defensas; un chaparrón eriza el vello en brazos, nuca y piernas; un alimento envenenado afloja los esfínteres. Pero ¿y el horror? ¿Cómo reacciona el cuerpo de un hombre ante la presencia del horror? Grita, sí. Y hace que el corazón bombee más sangre, sí. O, por el contrario, paraliza sus músculos para no ser agredido. El espectro de respuestas que el horror genera en el cuerpo es amplísimo. El cuerpo sorprende entonces por su plasticidad. Hay cuerpos que se atenazan y cuerpos que se liberan; hay cuerpos que se arrastran y cuerpos que se elevan; hay cuerpos que interrogan y cuerpos que responden. ¿Pero puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la agresión del mundo, ante la fealdad del mundo, ante el horror del mundo, sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo cuerpo, suspender sus razones, abdicar de ser lo que es; esto es, abdicar de ser una máquina sensible? ¿Puede un cuerpo decir: «Basta, no quiero ir más allá, esto es demasiado para mí»? ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?
El 2 de enero de 1941, en la aldea de Mieux, en la Bretaña francesa, no muy lejos del mar, a la vista de noventa y un civiles ardiendo en el holocausto de una iglesia de piedra, un cuerpo respondió a todas esas preguntas con un rotundo «sí».
Aquel día, un hombre llamado Kurt Crüwell perdió la sensibilidad.