16 octubre 2008

Gonçalo M. Tavares inaugura una nueva edición del Aula

El próximo día 23 de octubre inaugurara una nueva edición del Aula Literaria Jesús Delgado Valhondo, de Mérida, el autor portugués Gonçalo M. Tavares. Su lectura, que se celebrará en la Biblioteca Pública Juan Pablo Forner, se enmarca dentro de las actividades del proyecto Ágora, que organiza el Gabinete de Iniciativas Transfronterizas.

Tavares, nacido en Angola en 1970, publicó su primera obra Livro da dança en 2001 a la que le siguieron novelas, libros de poesí­a, obras de teatro y pequeñas ficciones.
Además de ser señalado por la crí­tica como una de las mayores promesas de las letras europeas, obtuvo entre otros, el premio JOSÉ SARAMAGO en 2005 y el Premio TELECOM BRAZIL en 2007.

Gonçalo M. Tavares crea mundos autónomos, abstractos, lúdicos, a menudo tremendamente sombrí­os, ante los cuales ningún lector se siente indiferente. Por otra parte, lleva al lí­mite las consecuencias de las conexiones lógicas, extremando la noción misma de concepto.

Sus obras se dividen básicamente en dos grupos: los libros "negros", donde el escritor ahonda en la cuestión del "mal"; y los libros más "livianos" que redescubren el poder encantatorio del relato y que a menudo apelan a la intertextualidad.

15 octubre 2008

Nuevo curso para el Aula

Comenzamos una nueva temporada literaria en el Aula Jesús Delgado Valhondo, con un programa que traerá a Mérida a los siguientes autores:

Gonçalo M.Tavares
Eugenio Fuentes
Marina Mayoral
Suso de Toro

La primera lectura corresponderá al escritor portugués Gonçalo M. Tavares, que leerá sus textos en la Biblioteca Pública Juan Pablo Forner el día 23 de octubre, a las 20,30 horas, y el día siguiente para los alumnos de los centros educativos participantes, a los que acogerá en IES Emérita Augusta como instituto anfitrión en el Centro Cultural Alcazaba.

La Asociación de Escritores Extremeños, organizadora del Aula, cuenta, como casda curso, con el patrocinio de la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura, y con la colaboración de los Institutos de Enseñanza Secundaria, de la Escuela de Arte, de la Delegación de Biblioteca del Ayuntamiento de Mérida y de la Editora Regional. Además, colaboramos con el Gabinete de Inciativas Transfronterizas, en cuyo programa Ágora se enmarca la participación de Gonçalo M. Tavares.

04 abril 2008

Elegía a Tomás Fernando Pérez, de Santiago Castelo

13 febrero 2008

La magia del sueño

Fotos de la lectura de Raúl Guerra Garrido

11 febrero 2008

Raúl Guerra habla de La soledad del ángel de la guarda

El discreto hastío de la burguesía, de Raúl Guerra Garrido

De La Gran Vía es New York, Alianza.

Con las manos ocupadas en la suntuosa tela sonríes, de¬safías a tu imagen en el espejo del probador, a los sutiles pliegues que de inmediato se acumulan en tu rostro. La arruga no es bella sino canalla. El tiempo no es un buen cómplice, a la larga termina denunciando cuanto sabe y él mismo propicia. Sonríes a tu amiga Coro, “tengo que hablarte”, dijiste al convocarla por teléfono y ahora no te cuesta adivinar su pensamiento, sería el tuyo de ser la cita a la inversa, esa frase se pronuncia cuando no tienes nada que decir o quieres hablar mal de otra persona: es¬tará pensando en el pobre Jose.
Si sales de compras te gusta empezar por Loewe, tan concreto, y culminar en Carreras, tan imprevisible. Acari¬cias la espesa dulcedumbre de la larga falda amarilla de seda rizada y tratas de combinarla con el chaleco de punto, también de seda, ambos de Roberto Verino, tu figura toda¬vía resiste. Sabes que la moda es un cúmulo de mensajes tan secretos como descifrados que se lanzan al sexo opuesto, pero también sabes que para ti ya no hay interlocutor ni interesante ni interesado, lo tuyo es un monólogo. Tu amiga se prueba una imposible chaqueta de Nacho Ruiz, inviable, puesto que es obligatorio el llevarla directamente sobre la piel y no está en edad. La tuya, erais del mismo curso. Entre los complementos escoges un pañuelo.

Es difícil de explicar tu desasosiego y el por qué insistes en preguntarte, ¿esto es todo?, cuando acompañas a los niños al cine, cuando te acuestas con tu marido, cuando sales de compras, cuando respiras. Tendrías que recurrir al sentimiento trágico de la vida, al concepto de la angustia, al ser y la nada, a frases que te suenan a títu¬los de farragosos libros que desde luego no leíste nunca y mucho menos en las aulas de la Asunción. Te ves tan jovencita con tu uniforme azul marino y el capulé rojo; quizá te estuvieran preparando para asumir con com-postura, sin aspavientos, una decisión tan importante como la que vas a tomar ahora, tantos años después. Tratas de explicárselo a tu amiga con una viva imagen.
-Mira, tantos años y aquí estoy, con las manos va¬cías.
Dejas caer el pañuelo de Courrèges y en tus manos extendidas hay un fulgor de cerezas; en la derecha, la alianza de oro se empaña ante el brillo de los diamantes y su reflejo en la pulsera; en la izquierda, el Rolex que ciñe tu muñeca se luce en solitario. Como suponías, tu compañera no comprende tan emblemático gesto. Te dice:
-No seas melodramática, si tienes algún problema cuéntamelo. Si quieres, claro. ¿Es con Jose?
-No, no, por Dios, mi matrimonio va bien. Como siempre.
-¿Entonces?
-No lo sé, la soledad, el vacío.
Tampoco son los hijos, concluyes sin saber muy bien si te engañas o desengañas. El chico haciendo un máster en Oxford, la chica, con su marido en un disparatado apartamento al otro lado de la ciudad y sin ganas de con¬vertirte en abuela: ya no hay niños que llevar al cine ni obligaciones que cumplir. A Jose apenas le ves al acos¬tarse, el despacho le ocupa toda la imaginación. La uni¬dad de tiempo que más lentamente transcurre es la hora, y son tantas las horas que separan al desayuno de la cena, cuando al mediodía nadie viene a comer a casa. La soledad es lo peor que soportas, no sólo pone de mani¬fiesto tu vacío sino que además lo ahonda excavando en él con feroces garras de animal suicida.
En el Secret la lencería es exclusiva, una locura. Deci¬des que quien luce encajes blancos quiere parecer dulce e inocente, mientras que el rosa indica romanticismo y el negro es la bandera corsaria del erotismo. Se te hume¬decen los ojos pero no vas a llorar. Las largas horas del día las cumples con la misma rigurosa disciplina: del gim¬nasio a la sauna y de la peluquería a cualquier exposi¬ción de pintura o, lo que aún es peor, a la presentación de un libro, o quizá a un concierto, a lo que haya. Re¬nuncias al negro y te inclinas por dos prendas de Evelyn en tonos beige con un maternal consejo en la memoria. Pero siempre limpísima, por si te ocurre algo en la calle. Añoras las felices lágrimas de la infancia.
Agradeces que ahora sea Coro quien se pierda en meándricas exploraciones, vano consuelo en el que ella misma no cree, porque así te da un suspiro. “A veces es verdad que una siente una inquietud extraña, una sensación de disgusto que no se sabe de dónde procede, pero no hay que dejarse dominar, a la depre se la evita cambiando de ambiente, ¿sabes?, los viajes son mano de santo, vete con Jose a cualquier parte, a Nueva York, por ejemplo, verás cómo se te pasa.» No te atreves a decírse¬lo, todavía no, es tan pragmática. No sabe hasta qué fon¬do ha calado tu inquietud porque lo ha hecho hasta esa zona oscura en donde la muerte no representa amenaza sino alivio y eso es algo inimaginable para quien ante cualquier dolencia tiene remedio. No es que desee mo¬rir, te dices a ti misma, es que la vida ha perdido sus alicientes, o aún peor, es que los que tuvo apenas puedo considerarlos ya como tales. Rechazas sus tesis con un argumento irrefutable.
-El mes pasado estuvimos en Nueva York, es allí don¬de se compró el traje Ralph Lauren y el mío de Michael Kors.
Vuelves a leer en los ojos de tu amiga la sospecha esencial, piedra angular del ama de casa, si no hay un motivo concreto y querías hablarme, el tema es Jose. Coro no es muy inteligente pero posee la lúcida intui¬ción de lo cotidiano, gravimétrica sopesa en sus justos términos cualquier acontecer diario y por eso se equivo¬ca: no procede de un acto mensurable la angustia que en tu garganta se anuda impidiéndote explicar lo que no entiendes y lo que, de poder hacerlo, ella no compren¬dería puesto que no lo padece. Aceptas su duda, incluso su indiferencia, cuando te lo explicita.
-Venga, si necesitas desahogarte confía en mí, ¿hay otra de por medio?
La existencia de la otra sería algo tangible a lo que sa¬brías enfrentarte por más que te desgarrase, puede que hasta lo prefirieses si tuvieras opción a elegir; los proble¬mas concretos siempre tienen remedio y la reconcilia¬ción puede ser un inédito estímulo, un nuevo senti¬miento preferible al no sentir. No crees en su existencia. La otra es algo que toda mujer adivina en un aroma im¬perceptible, en el azar de una mancha, en un diferente matiz de hastío entre las sábanas. Puede que alguna vez te haya engañado pero nada serio, calculas, no lo resistíría, sus nervios no resistirían la tensión de una doble vida. Recuerdas cuando lo dijo: «Ni probarlo, no vaya a ser que me guste y mira tú qué lío con los que ya tengo en el despacho».
Te anticipas a la íntima observación de Coro sobrepo¬niendo tus palabras a las suyas, quitándoselas de la boca. Sí, por supuesto que todavía lo hacéis, rutinario, sí, de vez en cuando, algún viernes por la noche. Lo supones una ralentización normal puesto que tampoco fue nun¬ca un programa de sesión continua. Lo que dudas en de¬cirle pero terminarás confesándoselo, mayor trago quie¬res hacerla pasar y sin todos los antecedentes quizá sea imposible, quizá lo sea de todas formas, fue la observa¬ción de él en pleno acto: “Ahora que me acuerdo -como distraído-, verás, lo vamos a pasar de miedo”, y te pro¬puso el viaje a Nueva York, de compras. La anécdota en sí, de forma aislada, tampoco es un trauma insoportable, nunca el éxtasis te obligó a cerrar los ojos o a cerrarlos hasta hacerte daño en los párpados de la ansiedad. No, claro que no te repugna hacerlo, al contrario, a veces es tan agradable como una caricia, pero desde ese tono contenido al de una tertulia de sobremesa sólo se llega a través de una quiebra, de una serie ininterrumpida de pequeñas quiebras. Quizá si por una sola vez te hubiera cosido los párpados. Se lo preguntas no tanto por curio¬sidad como por remarcar tu estado de ánimo, puede ser la justificación definitiva, la gota fría con la que comienza la riada y concluyen las explicaciones.
-Coro, ¿de veras crees en el orgasmo? ¿Lo has sentido?
-Mujer, no me digas que nunca...
-Bueno, es que tú eres una liberal, pero yo que sólo lo he hecho con Jose no sé lo que es.
Es una carencia, sí, mas a esta altura de tu biografía, si no fuera por su concatenación con otras carencias, las que despueblan tus manos, no lo considerarías como una tragedia griega. No eres una chiquilla pero tu circunstancia es trágica porque así la sientes. Te rebelas contra un último pensamiento: si no hubiera reflexionado sobre mi vida aún podría considerarme feliz. No quieres cargar con la estupidez, además de con la desgracia, y vuelves al principio.
-Tengo que hablarte, no te he dicho lo más impor¬tante.
En el rostro de tu amiga se superponen la sorpresa y el asombro. Te lanzas a la confidencia como quien se lan¬za a un lago de agua helada, buscando la imposible marcha atrás. Expones la secreta intención del suicido con la imponente morbosidad y también timidez del exhibicio¬nista, sin el escándalo de Coro no tendrías fuerzas para conducir con éxito el proyecto. Muestras las cápsulas ro¬jas que coleccionaste con afanes de miniador en la tum¬bona del psicoanálisis, receta tras receta, con tres no hay quien te despierte y con el doble ni se molestan en el in¬tento. El subidón del Alzitén es con champán, así es que entre lúcidas y letales disquisiciones caminas hacia el Gaudí, su bar es el idóneo para el distinguido mutis con el que no intentas vengarte de nadie sino arrancar una esquirla de dignidad a tu condición humana. El pasmo que ensombrece las facciones de Coro es tu mejor acicate, sin testigos es muy difícil sostenerse en el valor. Cuando os sentáis, acomodaros sería una falsa forma de decirlo, tratas de apaciguar sus nervios. “No voy a comprome¬terte, las tomaré en el aseo.” Con el primer sorbo de cava, largo, compulsivo, Coro parece recuperarse y pasa al contraataque ciñéndose a lo cotidiano.
-No digas tonterías, siempre te ha gustado llamar la atención, pero te estás pasando. ¿Por qué ibas a hacer una cosa así? Pero si no te falta de nada.
En su vuelo rasante no puede comprender la altura de tu vértigo. Decides una pausa, en vez de contestarla con aquello que ahora, de improviso, invocado por su frase, echas de menos: la dulce mirada de Tom. Quizá bastara para sobrevivir con una fugaz mirada de amor eterno, la de un ser fiel, incondicional, dócil a tus estados de ánimo, siempre alegre y disponible. Tom era un york-shire bala de plata en el que pusiste todas tus compla¬cencias, tantas que tras ser atropellado por un autobús decidiste no volver a tener perro. No comprende que lo que te está matando es lo que tienes y no lo que te falta, el Altizén se origina en el hogar, en los hijos y en el ma¬rido cuando eso es todo lo que hay y lo que hay no cuen¬ta contigo o no cuenta como a ti te gustaría que lo hicie¬ra. Ahora contestas volviendo a los detalles de tu plan, a veces lo más trivial resulta básico; explicas cómo quieres que sea ella quien te recoja del suelo y no consienta en que otras manos inspeccionen tu cuerpo, tu blanca len¬cería, confías en mantenerla impoluta, pues el consejo de tu madre era explícito, por si te pasa algo, limpísima, y tras ingerir una docena de cápsulas quién sabe lo que puede ocurrir.
-Si no abandonas esa idea me pongo a gritar ahora mismo.
No habías pensado en semejante traición, en un escándalo previo y sonoro. Te asustan los ruidos, las voces, las broncas, pero lo que de veras te suscita la duda, una auténtica vía de agua en tu proyecto, es lo que de segui¬do anuncia. Sí, a veces lo más trivial es lo insalvable.
-Pasado mañana es la fiesta de los Satrústegui y ha¬bías prometido no faltar bajo ningún concepto.
Siempre cumples con tus compromisos sociales y arruinarles el aniversario a tus mejores amigos sería una indelicadeza abusiva, no van a celebrar nada coincidien-do con tu funeral, sería una escándalo, y, además, siem¬pre hay un algo más, si lo celebran, que lo celebrarán, ya |se sabe: a quien no está de cuerpo presente lo ponen verde. Jose no resistiría que sacasen a relucir nuestros trapos sucios, máxime cuando no existen, nuestro matrimonio no tiene nada de qué avergonzarse, se los in¬ventarían. No puedes consentirlo. Por fortuna eres una mujer de recursos.
-Por eso quería hablarte, Coro, ¿qué vas a llevar a la fiesta? Sería horrible que coincidiéramos.

Raúl Guerra Garrido en el Aula

El próximo 12 de febrero de 2008, a las 20,30 horas, tendrá lugar en la Biblioteca Municipal Juan Pablo Forner de Mérida una nueva lectura del Aula Literaria Jesús Delgado Valhondo. En esta ocasión el autor participante es Jesús Guerra Garrido, novelista de una larguísima trayectoria .
RAÚL GUERRA GARRIDO (Madrid, 1935) es autor de una amplia obra literaria que se inició en 1969 con la novela Ni héroe ni nada, a la que siguió en 1970 Cacereño, narración que se refiere al tema de la emigración al País Vasco y que constituye una referencia fundamental de la narrativa de esa época.
En 1976 ganó el Premio Nadal, por su novela Lectura insólita del capital. En ella, un industrial vasco es secuestrado por un grupo abertzale de ultraizquierda y para soportar su encierro dispone tan solo de un único libro: una versión resumida de El capital de Carlos Marx. En 1987, Mondadori publicó La mar es mala mujer, de la que se hizo una versión cinematográfica a cargo de Ferran Llagostera, con el propio Garrido como coguionista.

Ha cultivado también la novela negra o policial con títulos como Escrito en un dólar (Planeta, 1983), La costumbre de morir y Tantos inocentes, (Espasa narrativa, 1996), galardonada en 1997 con el Premio Novela Negra de la Ciudad de Gijón.
Ha recibido igualmente el premio de las Letras y el de la Crítica de Castilla y León, otorgados en 2005 a La Gran Vía es New York, editada en Alianza Literaria junto a Castilla en Canal. Otras novelas de Raúl Guerra Garrido son El año del Wolfram, La carta, La costumbre de morir, El otoño siempre hiere y La soledad del ángel de la guarda, su novela más reciente.
En el año 2006 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas, que reconoce el conjunto de la labor literaria, en cualquiera de las lenguas del Estado, de un autor español.

17 enero 2008

El sentimiento Faulkner

Os ofrecemos unas grabaciones de José Luís Peixoto. Nos las ha cedido Canal Extremadura Radio. Muchas gracias.

Novela y poesía

Muerte del padre

16 enero 2008

Fotos de la lectura de José Luis Peixoto

13 enero 2008

Cementerio de pianos

Cuando empecé a enfermar, pronto supe que iba a morir.

En los últimos meses de mi vida, cuando aún conse­guía hacer a pie el camino entre nuestra casa y el taller, me sentaba sobre un montón de tablas y, sin ser capaz de ayudar en las cosas más simples: igualar el marco de una puerta, clavar un clavo: me quedaba viendo cómo Francisco trabajaba ensimismado, en medio de una nie­bla de motas de serrín. De joven yo también era así. En esas tardes, tanto tiempo insoportable después de ha­ber sido joven, me aseguraba de que no me estaba vien­do y, cuando ya no aguantaba más, metía la cabeza en­tre las manos. Soportaba el peso inmenso de mi cabeza: mundo: me tapaba los ojos con las manos para sufrir dentro de la oscuridad, dentro de un silencio que fingía. Después, en las últimas semanas de mi vida, ingresé en el hospital.

Marta nunca fue a visitarme al hospital. Estaba embarazada de Hermes. Estaba en los últimos meses y Marta, dada su complexión, necesitó muchos cuidados durante el embarazo. De repente, me acuerdo de cuando era pequeña y tan feliz con el patinete que le compré de segunda mano, me acuerdo de cuando iba a la escuela, me acuerdo de tantas cosas. Mientras yo estaba en el hospital a la espera de morir, Marta estaba en otro hos­pital, no demasiado lejos, a la espera de que Hermes naciese.



-¿Cómo está mi padre? -preguntaba Marta, acos­tada, mal peinada, con las sábanas de la cama de hos­pital tapándole la barriga.

-Pues sigue igual -respondía alguien mintiendo. Alguien que no era ni mi mujer, ni Maria ni Francisco, porque ninguno de ellos tenía fuerzas para mentirle.

La última tarde en que estuve vivo, mi mujer, Maria y Francisco fueron a verme. Durante toda la enferme­dad Simão nunca quiso visitarme. Era domingo. Yo es­taba separado de los otros enfermos porque iba a morir. Intentaba respirar y mi respiración era un zumbido gra­ve, ronco, que llenaba la habitación. En el extremo de la cama, mi mujer lloraba, ahogada por las lágrimas, por el rostro desencajado y por el dolor: el sufrimiento. Sin escoger las palabras, las pronunciaba entre gemidos pro­longados, estirados, largos, interrumpidos solamente por resuellos ansiosos. Eran palabras que ardían dentro de su cuerpo delgado, vestido con chaqueta de punto, una fal­da bien conservada, zapatos abrillantados:

-Ay mi hombre mi amor que eres mi amor y yo me quedo sin ti mi hombre mi compañero mi amor tan grande tan grande.

Maria lloraba e intentaba abrazar a su madre, con­solarla, porque, en el pecho, sentían las dos el mismo vacío definitivo y terrible que yo también habría senti­do si algún día hubiese perdido a una de ellas. Francis­co miraba por la ventana. Procuraba no ver. Procuraba no saber aquello que sabía. Procuraba ser un hombre. Después, serio, se acercó a mí. En un tiempo eterno y concreto, me acarició la cara y puso su mano sobre mi mano. En la mesilla, sobre la tapa de hierro grisáceo, encontró un vaso de agua y un palito que tenía un tro­zo de algodón en la punta. Mojó el algodón en el agua y me lo colocó en la boca seca y abierta. Lo mordí con toda la fuerza que tenía, y Francisco se sorprendió al sentir por última vez mi fuerza. Retiró el algodón. Me miró y lloró también, porque ya no era capaz de aguan­tarse. Maria lo abrazó y lo trató como cuando era pe­queño:

-No tengas miedo, que no vamos a dejarte solo. Va­mos a cuidar de ti.

Toda mi fuerza. Usé toda mi fuerza y sólo conseguí emitir un sonido horrible de moribundo. Quería decir­les a Francisco y a Maria que yo tampoco los dejaría solos, quería decirles que yo era el mayor amigo que te­nían en la vida, que nunca los dejaría solos y que nun­ca dejaría de ser su padre, ni de cuidar de ellos, ni de protegerlos. En vez de eso, usé toda mi fuerza y sólo conseguí emitir un sonido horrible de moribundo. El sonido de una voz que ya no conseguía hablar, el soni­do de una voz que, usando toda su fuerza, sólo conseguía hacer un ruido ronco con la garganta, un sonido horrible, un sonido de moribundo. Miraron hacia mí y lloraron más, y sintieron en el pecho todo el vacío terrible, negro: profundo profundo: que yo también habría sentido si algún día hubiese perdido a uno de ellos.

Se fueron a casa de Maria y cada uno se abandonó a una esquina dentro del sufrimiento. Lejos, protegida, Ana tenía dos años y estaba en casa de los abuelos por parte de padre. Desprotegidos, mi mujer, Maria y Fran­cisco esperaban a que el teléfono sonara. Esperaban a que llamasen del hospital con la noticia de que yo ha­bía muerto. Así fue como habló la enfermera:

-En principio, telefonearemos también hoy. Llama­remos una vez que su marido fallezca.

Así fue como habló la enfermera. Quizá sin darse cuenta de que mi mujer ya no era nadie. Sin darse cuen­ta de que las palabras que le decía se perdían sin eco dentro de su oscuridad.

Lenta, la noche. Con la lentitud desmedida de las cosas mundanas, la noche cubrió todos los lugares del mundo que estaban todos allí a la vez: la casa de Ma­ria: los muñecos de imitación de porcelana sobre los es­tantes de los armarios, las cubiertas de los sofás, las esquinas dobladas de las alfombras, las lámparas de imitación de cristal, las pinturas estampadas en los cua­dros: y la casa de los cumpleaños en la que, desafinando, cantábamos «Cumpleaños feliz», dábamos palmas desa­compasadas y nos reíamos: y la casa de las Navida­des donde me sentaba en el sofá, y se ponía el mantel con dibujos de pinos y campanas, y se usaban las copas altas. En esa casa, cada uno se abandonó a una esquina dentro del sufrimiento.

A las nueve de la noche, el teléfono sonó. El teléfo­no sonó durante un momento que fue muy largo, por­que nadie quería contestar, porque todos tenían miedo de contestar, porque todos sabían con una certeza muy grande que, al contestar, se acabaría definitivamente la esperanza hasta el último instante, se acabarían los casi tres años de mi enfermedad que, siempre se supo, me conduciría a la muerte, me conduciría hasta aquel teléfono que sonaba y al que nadie quería contestar. El te­léfono sonó. El sonido atravesó la casa y el pecho de mi mujer, de Maria y de Francisco. Quien contestó fue el marido de Maria. Sus palabras dentro de una suspen­sión negra del tiempo, como dentro de una sombra del tiempo:

-Sí, sí. De acuerdo. Ya se lo digo.

Se acercó a mis hijos y a mi mujer y se lo dijo. Un muro invisible entre su rostro y las palabras que decía. Un muro invisible entre el mundo y las palabras que de­cía. Un muro que no permitía la comprensión inmedia­ta de palabras tan simples. Kermes acababa de nacer.

Kermes acababa de nacer.

Las palabras fueron:

-Ha nacido el niño de Marta.

En el hospital, Marta estaba descansando. Y nadie sabía cómo estar feliz, pero la felicidad era muy fuerte y crecía dentro de ellos. Era como si tuviesen un manantial de agua en el pecho y la felicidad fuese esa agua. Hubo un milagro que hizo que las lágrimas se transformaran en lágrimas. Y tenían las manos posadas sobre el pecho. Tenían los párpados cerrados muy despacio sobre los ojos para sentir la lluvia ligera de aquella felicidad que los cubría, que los inundaba.

Pasó una hora. El teléfono sonó de nuevo.

Yo acababa de morir.

De Cementerio de pianos (2007)


10 enero 2008

Un texto de Te me moriste (2004)

Hoy he regresado a esta tierra ahora cruel. Nuestra tierra, padre. Y todo como si continuase. Ante mí, las calles barridas, el sol ennegrecido de luz limpiando las casas, blanqueando la cal, y el tiempo entristecido, el tiempo parado, el tiempo entristecido y mucho más triste que cuando tus ojos, claros de niebla y marejada fresca lejana, devoraban esta luz ahora cruel, cuando tus ojos hablaban alto y el mundo no quería ser más que existir. Y, sin embargo, todo como si continuase. El silencio fluvial, la vida cruel por ser vida. Como en el hospital. Decía nunca te olvidaré, y hoy me acuerdo. Rostros que se vuelven desconocidos, desfigurados en mi certeza de perderte, en mi desesperación desesperación. Como en el hospital. No creo que puedas haberlo olvidado. Mientras esperaba a mi madre y a mi hermana, las personas pasaba ante mí como si el dolor que me llenaba no fuese oceánico y no las abarcase también. Las mujeres hablaban, los hombres fumaban cigarros. Como yo, esperaban; no a la muerte, que nosotros, seres incautos, cerramos siempre los ojos en la esperanza pálida de que, si no la vemos, ella no nos verá. Esperaban. En un coche demasiado rápido, mi madre, encorvada al perder lo que tenía, y mi hermana. Los hombres y las mujeres todavía hablaban y fumaban cuando subimos. En la habitación, en una cama cualquiera que no la tuya, tu cuerpo, padre. Quizá lejano, prendido en una mirada entreabierta y amarillenta, respirabas sofocado. El aire con el que luchabas, luchabas siempre, gritaba ronco su camino. Por la nariz entraba el tubo que te mantenía. A los pies de la cama, mi madre callada, viuda de todo. A la cabecera, mi hermana, yo. Cortinas de plástico, biombos de baño nos separaban de las otras camas. Puse mis manos en tus hombros débiles. Toda la fuerza había desfallecido en tus brazos, en la piel aún piel viva. Y te mentí. Dije aquello en lo que no creía. A la mirada amarilla, sofocada, dije que serías todo y seríamos de nuevo. Y te mentí. Dije vamos a volver a casa, padre; vamos que yo llevo la camioneta, padre; sólo mientras no puedas, padre; venga, ahora estás débil pero después, padre, después, padre. Te mentí. Y tú, sincero, pronunciando sólo una mirada suplicante, una mirada que nunca podré olvidar. Padre. A la hora, nos mandaron salir. Cuando salimos, agarrados como náufragos, la luz abundante nos bebía.

Y esta tarde, y esta tierra ahora cruel. En nuestra calle, nuestra casa. La puerta del patio parada ante mí, cerrada, desafiante. Decía nunca te olvidaré, y esta tarde lo he recordado. Con tus movimientos, he sacado del bolsillo tu juego de llaves y, como acostumbrabas, he puesto todo el cuidado en escoger la llave exacta, examinando cada una, enorgulleciéndome de cada una. Y, en la cerradura, el triunfo. Las cosas sucediendo como debe ser. El óxido, las bisagras soltaron un grito como un suspiro o un estertor. El aluminio al ras del mármol se arrastró, y barrió una figura verdadera y blanca en la gruesa manta de hojas de melocotonero. Abandonado sobre el tamaño grande de un invierno, el patio de cuando yo era pequeño, el patio que construiste, padre. Tristes tristes flores nuevas y hojas nuevas en las ramas de los árboles, bancales pintados de malvas, tréboles, hierbas verdes, verdes de cuando yo era pequeño y tú llegabas y me enseñabas trabajos de mayor. Céntrate, chico. Me centro, padre. No te preocupes. Yo también sé, yo también soy capaz. Me centro, padre, no te enfades. El trabajo no me da miedo. Estate tranquilo, padre. Flores nuevas y hojas nuevas en las ramas de los árboles, bancales pintados de malvas, tréboles, hierbas verdes, verdes de esta primavera triste triste.
Si pudiese te hubiera protegido. Me llamabas por mi nombre, me llamabas hijo, y oír mi nombre en tu voz, y oír hijo en el hilo cálido de tu voz era una emoción honda. Si pudiese te hubiera protegido. La esperanza, padre. Cada tres semanas, cinco mañanas seguidas te veían ir al tratamiento; yo, tu hijo, te veía ir al tratamiento y me dolía, me dolía la vida que en ti se negaba, la vida que te consumía, aunque la amases, la vida que te derribaba, aunque la amases. El tratamiento. Hablabas de él, pronunciabas la palabra, decías voy al tratamiento y nosotros, que lo sabíamos, nos llenábamos de una amargura indeleble, definitivamente marcada grabada en nuestra piel interior. Por voluntad tuya, nunca te atrasabas. Decías voy al tratamiento, me metías prisa, metías prisa a mi madre, como si algo te pudiese curar, como si algo pudiese devolverte los días. En el hospital, la sala de espera estancada de tiempo inútil y mi madre sentada, sola, lejos de nuestra casa y de nuestros lugares, como una niña tímida, avergonzada. Tú alejándote, como el chico tratante de vida que siempre quisiste que fuese, alejándote, vestido con la camisa más nueva y los pantalones más nuevos y la camiseta que te regaló mi hermana en tu cumpleaños, alejándote por los pasillos cargados de gris y encendidos con electricidad mate, alejándote, y la sensación terrible de que nunca más volverías.
He entrado en casa. Sólo la chimenea fría, las ventanas cerradas formando sombras afiladas en la oscuridad. Desde el silencio, desde la penumbra, crecen los espectros, ¿recuerdos? no, bultos que se negaban a ser recuerdos, o quizá una mezcla de carne y luz o sombra. Y te he visto te he pensado te he recordado, a la mesa, sentado en tu sitio. Todavía sentado en tu sitio y mi madre, mi hermana, yo, también sentados, rodeándote. Iguales a lo que éramos. Estábamos allí hace mucho tiempo, olvidados abandonados desde un día en que el transcurrir de las cosas se detuvo en nuestra felicidad humilde sencilla. Como una alegría, como si hubiésemos cenado o esperásemos a cenar o el mejor banquete, estábamos. Felices. No me decían nada, pero yo, mirando, lo sabía todo, como si fuese obvio, como si no pudiese ser de otra forma. Tú, seguro, habías llegado del trabajo, y había sido un día bueno, y estabas contento por eso, y las personas no dejaban de pagar y eso era bueno. Mi hermana estaba en el instituto, y las notas eran sólo sobresalientes y notables, y era lista, y sonreía por eso. Yo estaba en el primer curso de la tele-escuela, y no pensaba en las notas, y había jugado al balón, y había ganado, y si hubiese perdido era igual. Mi madre, madre verdadera de todos nosotros, nos miraba y sonreía así y sonreía por eso. Felices. Lejos de la lluvia gruesa de este invierno negro, lejos de tu cuerpo helado. Lívido en la luz temblorosa de las velas, arreglado, peinado con agua, vestido con el traje que te pusiste en la boda de mi hermana: tu cuerpo helado. Y la Capilla de São Pedro llena de gente que me abrazaba, llena de gente que me decía pobrecito y mi pésame y lo siento mucho, llena de gente que me buscaba y que quería sujetarme y amarrarme y decir pobrecito y mi pésame y lo siento mucho. Padre. Perderte. He revivido el silencio insepulto de tus labios muertos. Y las sombras de nosotros mismos, como si esperasen apenas estos pensamientos para perderse, mezclarse en el negro. El polvo de las horas sin gente que las viviese ha cubierto los muebles y el espacio cerrado entre ellos. Las paredes han vuelto a separar el invierno nocturno, permanente de la casa y el ciclo alterno de los días y del mundo, ajeno a nosotros, más allá de nosotros. Conmigo, la casa estaba más vacía. El frío entraba y, dentro de mí, se solidificaba. Varias sombras de mi sombra, inmóviles, se paseaban de cuerpo en cuerpo, porque todos ellos, todos míos, eran igualmente fríos y negros. He abierto la ventana. Muy lejos del luto de mi sentimiento, de mi ser, de mi propio ser, la puesta de sol se tiende en la aurora breve solemne de nuestra casa cerrada, padre. Y he pensado si no podrían los hombres morir como mueren los días, así, con pájaros cantando sin sobresaltos y la claridad lívida cristalina en todo y el fresco suave fresco, la brisa ligera agitando las hojas pequeñas de los árboles, el mundo inerte o moviéndose tranquilo y el silencio creciendo natural natural, el silencio esperado, por fin justo, por fin digno.
Padre. La tarde se disuelve sobre la tierra, sobre nuestra casa. El cielo deshace un aliento quieto en los rostros. Se enciende la luna. Translúcida, duerme un sueño cálido en las miradas. Anochece despacio. Decía nunca te olvidaré, y me acuerdo. Anochecía despacio y, a estas horas, a esta altura del año, desenrollabas la manguera con todo cuidado y, siguiendo reglas seguras, regabas los árboles y las flores del patio; y todo eso me enseñabas, todo eso me explicabas. Ven aquí a ver, chico. Y me enseñabas. Padre. Te dejaste permanecer en todo. Sobrepuestos a la pena indiferente de este mundo que finge continuar, tus movimientos, el eclipse de tus gestos. Y todo esto es ahora poco para contenerte. Ahora eres el río y las orillas y el manantial; eres el día, y la tarde dentro del día, y el sol dentro de la tarde; eres el mundo entero por ser su piel. Padre. No llegaste a envejecer, y yo quería verte viejo, viejecito aquí en nuestro patio, regando los árboles, regando las flores. Me hacen tanta falta tus palabras. Céntrate, chico. Sí. Me centro, padre. Y me quedo. Estoy. El atardecer, con oleadas de luz, se extiende por la tierra que te acogió y te conserva. Llora llueve brillo albor sobre mí. Y oigo el eco de tu voz, de tu voz que nunca más podré oír. Tu voz callada para siempre. Y, como si te durmieses, te veo cerrar los párpados sobre los ojos que nunca más abrirás. Tus ojos cerrados para siempre. Y, de una vez, dejas de respirar. Para siempre. Para nunca más. Padre. Todo lo que te ha sobrevivido me asalta. Padre. Nunca te olvidaré.

Traducción de Antonio Sáez

07 enero 2008

José Luís Peixoto nos presenta su último libro en portugués, Cal

José Luís Peixoto en el Aula


El próximo 15 de enero retomamos las lecturas del Aula con el escritor portugués José Luís Peixoto (Galveias, Ponte de Sor, 1974), una de las voces más sugerentes y rompedoras de la joven literatura portuguesa. Aunque ha frecuentado todos los géneros literarios, en España solo conocemos ediciones traducidas de algunos de sus relatos.
PEIXOTO es Licenciado en Lenguas y Literaturas Modernas (Inglés y Alemán) por la Universidade Nova de Lisboa. Ha sido ganador del Premio de Jóvenes Creadores del Instituto Portugués de la Juventud en las ediciones de 1997, 1998 y 2000; este último año publicó la obra de ficción Morreste-me y la novela Nenhum Olhar, finalista de los premios de la Asociación Portuguesa de Escritores y del PEN Clube, y ganadora del Premio José Saramago de autores noveles.

La aparición en 2001 del libro de poesía A Criança em Ruínas supuso para Peixoto un nuevo éxito de público y crítica. En 2002 salieron a la luz Uma Casa na Escuridão y A Casa, a Escuridão, novela y libro de poemas, respectivamente, sobre un mismo universo literario. En 2003 publicó el volumen de cuentos Antídoto, inspirada en el universo musical del disco The Antidote, del grupo portugués Moonspell, y, en 2005, escribió las obras de teatro Anathema, estrenada en París, en el Theatre de la Bastille, y À Manhã, estrenada en el Teatro São Luiz de Lisboa. En noviembre de 2006 apareció su, hasta ahora, última novela, Cemitério de Pianos.
Sus novelas han sido publicadas en Francia, Italia, Bulgaria, Finlandia, España, República Checa, Croacia, Bielorrusia y Brasil, encontrándose en preparación ediciones en Reino Unido, Hungría y Japón.
En castellano contamos con ediciones de Nenhum olhar (Nadie nos mira, Hiru Argitaletxea, 2001; traducción de Bego Montorio), de Morreste-me (Te me moriste, Editora Regional de Extremadura, 2004; traducción de Antonio Sáez) y de Cemitério de Pianos (Cementerio de pianos, Aleph, 2007; traducción de Carlos Acevedo).