Hoy he regresado a esta tierra ahora cruel. Nuestra tierra, padre. Y todo como si continuase. Ante mí, las calles barridas, el sol ennegrecido de luz limpiando las casas, blanqueando la cal, y el tiempo entristecido, el tiempo parado, el tiempo entristecido y mucho más triste que cuando tus ojos, claros de niebla y marejada fresca lejana, devoraban esta luz ahora cruel, cuando tus ojos hablaban alto y el mundo no quería ser más que existir. Y, sin embargo, todo como si continuase. El silencio fluvial, la vida cruel por ser vida. Como en el hospital. Decía nunca te olvidaré, y hoy me acuerdo. Rostros que se vuelven desconocidos, desfigurados en mi certeza de perderte, en mi desesperación desesperación. Como en el hospital. No creo que puedas haberlo olvidado. Mientras esperaba a mi madre y a mi hermana, las personas pasaba ante mí como si el dolor que me llenaba no fuese oceánico y no las abarcase también. Las mujeres hablaban, los hombres fumaban cigarros. Como yo, esperaban; no a la muerte, que nosotros, seres incautos, cerramos siempre los ojos en la esperanza pálida de que, si no la vemos, ella no nos verá. Esperaban. En un coche demasiado rápido, mi madre, encorvada al perder lo que tenía, y mi hermana. Los hombres y las mujeres todavía hablaban y fumaban cuando subimos. En la habitación, en una cama cualquiera que no la tuya, tu cuerpo, padre. Quizá lejano, prendido en una mirada entreabierta y amarillenta, respirabas sofocado. El aire con el que luchabas, luchabas siempre, gritaba ronco su camino. Por la nariz entraba el tubo que te mantenía. A los pies de la cama, mi madre callada, viuda de todo. A la cabecera, mi hermana, yo. Cortinas de plástico, biombos de baño nos separaban de las otras camas. Puse mis manos en tus hombros débiles. Toda la fuerza había desfallecido en tus brazos, en la piel aún piel viva. Y te mentí. Dije aquello en lo que no creía. A la mirada amarilla, sofocada, dije que serías todo y seríamos de nuevo. Y te mentí. Dije vamos a volver a casa, padre; vamos que yo llevo la camioneta, padre; sólo mientras no puedas, padre; venga, ahora estás débil pero después, padre, después, padre. Te mentí. Y tú, sincero, pronunciando sólo una mirada suplicante, una mirada que nunca podré olvidar. Padre. A la hora, nos mandaron salir. Cuando salimos, agarrados como náufragos, la luz abundante nos bebía.
Y esta tarde, y esta tierra ahora cruel. En nuestra calle, nuestra casa. La puerta del patio parada ante mí, cerrada, desafiante. Decía nunca te olvidaré, y esta tarde lo he recordado. Con tus movimientos, he sacado del bolsillo tu juego de llaves y, como acostumbrabas, he puesto todo el cuidado en escoger la llave exacta, examinando cada una, enorgulleciéndome de cada una. Y, en la cerradura, el triunfo. Las cosas sucediendo como debe ser. El óxido, las bisagras soltaron un grito como un suspiro o un estertor. El aluminio al ras del mármol se arrastró, y barrió una figura verdadera y blanca en la gruesa manta de hojas de melocotonero. Abandonado sobre el tamaño grande de un invierno, el patio de cuando yo era pequeño, el patio que construiste, padre. Tristes tristes flores nuevas y hojas nuevas en las ramas de los árboles, bancales pintados de malvas, tréboles, hierbas verdes, verdes de cuando yo era pequeño y tú llegabas y me enseñabas trabajos de mayor. Céntrate, chico. Me centro, padre. No te preocupes. Yo también sé, yo también soy capaz. Me centro, padre, no te enfades. El trabajo no me da miedo. Estate tranquilo, padre. Flores nuevas y hojas nuevas en las ramas de los árboles, bancales pintados de malvas, tréboles, hierbas verdes, verdes de esta primavera triste triste.
Si pudiese te hubiera protegido. Me llamabas por mi nombre, me llamabas hijo, y oír mi nombre en tu voz, y oír hijo en el hilo cálido de tu voz era una emoción honda. Si pudiese te hubiera protegido. La esperanza, padre. Cada tres semanas, cinco mañanas seguidas te veían ir al tratamiento; yo, tu hijo, te veía ir al tratamiento y me dolía, me dolía la vida que en ti se negaba, la vida que te consumía, aunque la amases, la vida que te derribaba, aunque la amases. El tratamiento. Hablabas de él, pronunciabas la palabra, decías voy al tratamiento y nosotros, que lo sabíamos, nos llenábamos de una amargura indeleble, definitivamente marcada grabada en nuestra piel interior. Por voluntad tuya, nunca te atrasabas. Decías voy al tratamiento, me metías prisa, metías prisa a mi madre, como si algo te pudiese curar, como si algo pudiese devolverte los días. En el hospital, la sala de espera estancada de tiempo inútil y mi madre sentada, sola, lejos de nuestra casa y de nuestros lugares, como una niña tímida, avergonzada. Tú alejándote, como el chico tratante de vida que siempre quisiste que fuese, alejándote, vestido con la camisa más nueva y los pantalones más nuevos y la camiseta que te regaló mi hermana en tu cumpleaños, alejándote por los pasillos cargados de gris y encendidos con electricidad mate, alejándote, y la sensación terrible de que nunca más volverías.
He entrado en casa. Sólo la chimenea fría, las ventanas cerradas formando sombras afiladas en la oscuridad. Desde el silencio, desde la penumbra, crecen los espectros, ¿recuerdos? no, bultos que se negaban a ser recuerdos, o quizá una mezcla de carne y luz o sombra. Y te he visto te he pensado te he recordado, a la mesa, sentado en tu sitio. Todavía sentado en tu sitio y mi madre, mi hermana, yo, también sentados, rodeándote. Iguales a lo que éramos. Estábamos allí hace mucho tiempo, olvidados abandonados desde un día en que el transcurrir de las cosas se detuvo en nuestra felicidad humilde sencilla. Como una alegría, como si hubiésemos cenado o esperásemos a cenar o el mejor banquete, estábamos. Felices. No me decían nada, pero yo, mirando, lo sabía todo, como si fuese obvio, como si no pudiese ser de otra forma. Tú, seguro, habías llegado del trabajo, y había sido un día bueno, y estabas contento por eso, y las personas no dejaban de pagar y eso era bueno. Mi hermana estaba en el instituto, y las notas eran sólo sobresalientes y notables, y era lista, y sonreía por eso. Yo estaba en el primer curso de la tele-escuela, y no pensaba en las notas, y había jugado al balón, y había ganado, y si hubiese perdido era igual. Mi madre, madre verdadera de todos nosotros, nos miraba y sonreía así y sonreía por eso. Felices. Lejos de la lluvia gruesa de este invierno negro, lejos de tu cuerpo helado. Lívido en la luz temblorosa de las velas, arreglado, peinado con agua, vestido con el traje que te pusiste en la boda de mi hermana: tu cuerpo helado. Y la Capilla de São Pedro llena de gente que me abrazaba, llena de gente que me decía pobrecito y mi pésame y lo siento mucho, llena de gente que me buscaba y que quería sujetarme y amarrarme y decir pobrecito y mi pésame y lo siento mucho. Padre. Perderte. He revivido el silencio insepulto de tus labios muertos. Y las sombras de nosotros mismos, como si esperasen apenas estos pensamientos para perderse, mezclarse en el negro. El polvo de las horas sin gente que las viviese ha cubierto los muebles y el espacio cerrado entre ellos. Las paredes han vuelto a separar el invierno nocturno, permanente de la casa y el ciclo alterno de los días y del mundo, ajeno a nosotros, más allá de nosotros. Conmigo, la casa estaba más vacía. El frío entraba y, dentro de mí, se solidificaba. Varias sombras de mi sombra, inmóviles, se paseaban de cuerpo en cuerpo, porque todos ellos, todos míos, eran igualmente fríos y negros. He abierto la ventana. Muy lejos del luto de mi sentimiento, de mi ser, de mi propio ser, la puesta de sol se tiende en la aurora breve solemne de nuestra casa cerrada, padre. Y he pensado si no podrían los hombres morir como mueren los días, así, con pájaros cantando sin sobresaltos y la claridad lívida cristalina en todo y el fresco suave fresco, la brisa ligera agitando las hojas pequeñas de los árboles, el mundo inerte o moviéndose tranquilo y el silencio creciendo natural natural, el silencio esperado, por fin justo, por fin digno.
Padre. La tarde se disuelve sobre la tierra, sobre nuestra casa. El cielo deshace un aliento quieto en los rostros. Se enciende la luna. Translúcida, duerme un sueño cálido en las miradas. Anochece despacio. Decía nunca te olvidaré, y me acuerdo. Anochecía despacio y, a estas horas, a esta altura del año, desenrollabas la manguera con todo cuidado y, siguiendo reglas seguras, regabas los árboles y las flores del patio; y todo eso me enseñabas, todo eso me explicabas. Ven aquí a ver, chico. Y me enseñabas. Padre. Te dejaste permanecer en todo. Sobrepuestos a la pena indiferente de este mundo que finge continuar, tus movimientos, el eclipse de tus gestos. Y todo esto es ahora poco para contenerte. Ahora eres el río y las orillas y el manantial; eres el día, y la tarde dentro del día, y el sol dentro de la tarde; eres el mundo entero por ser su piel. Padre. No llegaste a envejecer, y yo quería verte viejo, viejecito aquí en nuestro patio, regando los árboles, regando las flores. Me hacen tanta falta tus palabras. Céntrate, chico. Sí. Me centro, padre. Y me quedo. Estoy. El atardecer, con oleadas de luz, se extiende por la tierra que te acogió y te conserva. Llora llueve brillo albor sobre mí. Y oigo el eco de tu voz, de tu voz que nunca más podré oír. Tu voz callada para siempre. Y, como si te durmieses, te veo cerrar los párpados sobre los ojos que nunca más abrirás. Tus ojos cerrados para siempre. Y, de una vez, dejas de respirar. Para siempre. Para nunca más. Padre. Todo lo que te ha sobrevivido me asalta. Padre. Nunca te olvidaré.
Traducción de Antonio Sáez
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