De La Gran Vía es New York, Alianza.
Con las manos ocupadas en la suntuosa tela sonríes, de¬safías a tu imagen en el espejo del probador, a los sutiles pliegues que de inmediato se acumulan en tu rostro. La arruga no es bella sino canalla. El tiempo no es un buen cómplice, a la larga termina denunciando cuanto sabe y él mismo propicia. Sonríes a tu amiga Coro, “tengo que hablarte”, dijiste al convocarla por teléfono y ahora no te cuesta adivinar su pensamiento, sería el tuyo de ser la cita a la inversa, esa frase se pronuncia cuando no tienes nada que decir o quieres hablar mal de otra persona: es¬tará pensando en el pobre Jose.
Si sales de compras te gusta empezar por Loewe, tan concreto, y culminar en Carreras, tan imprevisible. Acari¬cias la espesa dulcedumbre de la larga falda amarilla de seda rizada y tratas de combinarla con el chaleco de punto, también de seda, ambos de Roberto Verino, tu figura toda¬vía resiste. Sabes que la moda es un cúmulo de mensajes tan secretos como descifrados que se lanzan al sexo opuesto, pero también sabes que para ti ya no hay interlocutor ni interesante ni interesado, lo tuyo es un monólogo. Tu amiga se prueba una imposible chaqueta de Nacho Ruiz, inviable, puesto que es obligatorio el llevarla directamente sobre la piel y no está en edad. La tuya, erais del mismo curso. Entre los complementos escoges un pañuelo.
Es difícil de explicar tu desasosiego y el por qué insistes en preguntarte, ¿esto es todo?, cuando acompañas a los niños al cine, cuando te acuestas con tu marido, cuando sales de compras, cuando respiras. Tendrías que recurrir al sentimiento trágico de la vida, al concepto de la angustia, al ser y la nada, a frases que te suenan a títu¬los de farragosos libros que desde luego no leíste nunca y mucho menos en las aulas de la Asunción. Te ves tan jovencita con tu uniforme azul marino y el capulé rojo; quizá te estuvieran preparando para asumir con com-postura, sin aspavientos, una decisión tan importante como la que vas a tomar ahora, tantos años después. Tratas de explicárselo a tu amiga con una viva imagen.
-Mira, tantos años y aquí estoy, con las manos va¬cías.
Dejas caer el pañuelo de Courrèges y en tus manos extendidas hay un fulgor de cerezas; en la derecha, la alianza de oro se empaña ante el brillo de los diamantes y su reflejo en la pulsera; en la izquierda, el Rolex que ciñe tu muñeca se luce en solitario. Como suponías, tu compañera no comprende tan emblemático gesto. Te dice:
-No seas melodramática, si tienes algún problema cuéntamelo. Si quieres, claro. ¿Es con Jose?
-No, no, por Dios, mi matrimonio va bien. Como siempre.
-¿Entonces?
-No lo sé, la soledad, el vacío.
Tampoco son los hijos, concluyes sin saber muy bien si te engañas o desengañas. El chico haciendo un máster en Oxford, la chica, con su marido en un disparatado apartamento al otro lado de la ciudad y sin ganas de con¬vertirte en abuela: ya no hay niños que llevar al cine ni obligaciones que cumplir. A Jose apenas le ves al acos¬tarse, el despacho le ocupa toda la imaginación. La uni¬dad de tiempo que más lentamente transcurre es la hora, y son tantas las horas que separan al desayuno de la cena, cuando al mediodía nadie viene a comer a casa. La soledad es lo peor que soportas, no sólo pone de mani¬fiesto tu vacío sino que además lo ahonda excavando en él con feroces garras de animal suicida.
En el Secret la lencería es exclusiva, una locura. Deci¬des que quien luce encajes blancos quiere parecer dulce e inocente, mientras que el rosa indica romanticismo y el negro es la bandera corsaria del erotismo. Se te hume¬decen los ojos pero no vas a llorar. Las largas horas del día las cumples con la misma rigurosa disciplina: del gim¬nasio a la sauna y de la peluquería a cualquier exposi¬ción de pintura o, lo que aún es peor, a la presentación de un libro, o quizá a un concierto, a lo que haya. Re¬nuncias al negro y te inclinas por dos prendas de Evelyn en tonos beige con un maternal consejo en la memoria. Pero siempre limpísima, por si te ocurre algo en la calle. Añoras las felices lágrimas de la infancia.
Agradeces que ahora sea Coro quien se pierda en meándricas exploraciones, vano consuelo en el que ella misma no cree, porque así te da un suspiro. “A veces es verdad que una siente una inquietud extraña, una sensación de disgusto que no se sabe de dónde procede, pero no hay que dejarse dominar, a la depre se la evita cambiando de ambiente, ¿sabes?, los viajes son mano de santo, vete con Jose a cualquier parte, a Nueva York, por ejemplo, verás cómo se te pasa.» No te atreves a decírse¬lo, todavía no, es tan pragmática. No sabe hasta qué fon¬do ha calado tu inquietud porque lo ha hecho hasta esa zona oscura en donde la muerte no representa amenaza sino alivio y eso es algo inimaginable para quien ante cualquier dolencia tiene remedio. No es que desee mo¬rir, te dices a ti misma, es que la vida ha perdido sus alicientes, o aún peor, es que los que tuvo apenas puedo considerarlos ya como tales. Rechazas sus tesis con un argumento irrefutable.
-El mes pasado estuvimos en Nueva York, es allí don¬de se compró el traje Ralph Lauren y el mío de Michael Kors.
Vuelves a leer en los ojos de tu amiga la sospecha esencial, piedra angular del ama de casa, si no hay un motivo concreto y querías hablarme, el tema es Jose. Coro no es muy inteligente pero posee la lúcida intui¬ción de lo cotidiano, gravimétrica sopesa en sus justos términos cualquier acontecer diario y por eso se equivo¬ca: no procede de un acto mensurable la angustia que en tu garganta se anuda impidiéndote explicar lo que no entiendes y lo que, de poder hacerlo, ella no compren¬dería puesto que no lo padece. Aceptas su duda, incluso su indiferencia, cuando te lo explicita.
-Venga, si necesitas desahogarte confía en mí, ¿hay otra de por medio?
La existencia de la otra sería algo tangible a lo que sa¬brías enfrentarte por más que te desgarrase, puede que hasta lo prefirieses si tuvieras opción a elegir; los proble¬mas concretos siempre tienen remedio y la reconcilia¬ción puede ser un inédito estímulo, un nuevo senti¬miento preferible al no sentir. No crees en su existencia. La otra es algo que toda mujer adivina en un aroma im¬perceptible, en el azar de una mancha, en un diferente matiz de hastío entre las sábanas. Puede que alguna vez te haya engañado pero nada serio, calculas, no lo resistíría, sus nervios no resistirían la tensión de una doble vida. Recuerdas cuando lo dijo: «Ni probarlo, no vaya a ser que me guste y mira tú qué lío con los que ya tengo en el despacho».
Te anticipas a la íntima observación de Coro sobrepo¬niendo tus palabras a las suyas, quitándoselas de la boca. Sí, por supuesto que todavía lo hacéis, rutinario, sí, de vez en cuando, algún viernes por la noche. Lo supones una ralentización normal puesto que tampoco fue nun¬ca un programa de sesión continua. Lo que dudas en de¬cirle pero terminarás confesándoselo, mayor trago quie¬res hacerla pasar y sin todos los antecedentes quizá sea imposible, quizá lo sea de todas formas, fue la observa¬ción de él en pleno acto: “Ahora que me acuerdo -como distraído-, verás, lo vamos a pasar de miedo”, y te pro¬puso el viaje a Nueva York, de compras. La anécdota en sí, de forma aislada, tampoco es un trauma insoportable, nunca el éxtasis te obligó a cerrar los ojos o a cerrarlos hasta hacerte daño en los párpados de la ansiedad. No, claro que no te repugna hacerlo, al contrario, a veces es tan agradable como una caricia, pero desde ese tono contenido al de una tertulia de sobremesa sólo se llega a través de una quiebra, de una serie ininterrumpida de pequeñas quiebras. Quizá si por una sola vez te hubiera cosido los párpados. Se lo preguntas no tanto por curio¬sidad como por remarcar tu estado de ánimo, puede ser la justificación definitiva, la gota fría con la que comienza la riada y concluyen las explicaciones.
-Coro, ¿de veras crees en el orgasmo? ¿Lo has sentido?
-Mujer, no me digas que nunca...
-Bueno, es que tú eres una liberal, pero yo que sólo lo he hecho con Jose no sé lo que es.
Es una carencia, sí, mas a esta altura de tu biografía, si no fuera por su concatenación con otras carencias, las que despueblan tus manos, no lo considerarías como una tragedia griega. No eres una chiquilla pero tu circunstancia es trágica porque así la sientes. Te rebelas contra un último pensamiento: si no hubiera reflexionado sobre mi vida aún podría considerarme feliz. No quieres cargar con la estupidez, además de con la desgracia, y vuelves al principio.
-Tengo que hablarte, no te he dicho lo más impor¬tante.
En el rostro de tu amiga se superponen la sorpresa y el asombro. Te lanzas a la confidencia como quien se lan¬za a un lago de agua helada, buscando la imposible marcha atrás. Expones la secreta intención del suicido con la imponente morbosidad y también timidez del exhibicio¬nista, sin el escándalo de Coro no tendrías fuerzas para conducir con éxito el proyecto. Muestras las cápsulas ro¬jas que coleccionaste con afanes de miniador en la tum¬bona del psicoanálisis, receta tras receta, con tres no hay quien te despierte y con el doble ni se molestan en el in¬tento. El subidón del Alzitén es con champán, así es que entre lúcidas y letales disquisiciones caminas hacia el Gaudí, su bar es el idóneo para el distinguido mutis con el que no intentas vengarte de nadie sino arrancar una esquirla de dignidad a tu condición humana. El pasmo que ensombrece las facciones de Coro es tu mejor acicate, sin testigos es muy difícil sostenerse en el valor. Cuando os sentáis, acomodaros sería una falsa forma de decirlo, tratas de apaciguar sus nervios. “No voy a comprome¬terte, las tomaré en el aseo.” Con el primer sorbo de cava, largo, compulsivo, Coro parece recuperarse y pasa al contraataque ciñéndose a lo cotidiano.
-No digas tonterías, siempre te ha gustado llamar la atención, pero te estás pasando. ¿Por qué ibas a hacer una cosa así? Pero si no te falta de nada.
En su vuelo rasante no puede comprender la altura de tu vértigo. Decides una pausa, en vez de contestarla con aquello que ahora, de improviso, invocado por su frase, echas de menos: la dulce mirada de Tom. Quizá bastara para sobrevivir con una fugaz mirada de amor eterno, la de un ser fiel, incondicional, dócil a tus estados de ánimo, siempre alegre y disponible. Tom era un york-shire bala de plata en el que pusiste todas tus compla¬cencias, tantas que tras ser atropellado por un autobús decidiste no volver a tener perro. No comprende que lo que te está matando es lo que tienes y no lo que te falta, el Altizén se origina en el hogar, en los hijos y en el ma¬rido cuando eso es todo lo que hay y lo que hay no cuen¬ta contigo o no cuenta como a ti te gustaría que lo hicie¬ra. Ahora contestas volviendo a los detalles de tu plan, a veces lo más trivial resulta básico; explicas cómo quieres que sea ella quien te recoja del suelo y no consienta en que otras manos inspeccionen tu cuerpo, tu blanca len¬cería, confías en mantenerla impoluta, pues el consejo de tu madre era explícito, por si te pasa algo, limpísima, y tras ingerir una docena de cápsulas quién sabe lo que puede ocurrir.
-Si no abandonas esa idea me pongo a gritar ahora mismo.
No habías pensado en semejante traición, en un escándalo previo y sonoro. Te asustan los ruidos, las voces, las broncas, pero lo que de veras te suscita la duda, una auténtica vía de agua en tu proyecto, es lo que de segui¬do anuncia. Sí, a veces lo más trivial es lo insalvable.
-Pasado mañana es la fiesta de los Satrústegui y ha¬bías prometido no faltar bajo ningún concepto.
Siempre cumples con tus compromisos sociales y arruinarles el aniversario a tus mejores amigos sería una indelicadeza abusiva, no van a celebrar nada coincidien-do con tu funeral, sería una escándalo, y, además, siem¬pre hay un algo más, si lo celebran, que lo celebrarán, ya |se sabe: a quien no está de cuerpo presente lo ponen verde. Jose no resistiría que sacasen a relucir nuestros trapos sucios, máxime cuando no existen, nuestro matrimonio no tiene nada de qué avergonzarse, se los in¬ventarían. No puedes consentirlo. Por fortuna eres una mujer de recursos.
-Por eso quería hablarte, Coro, ¿qué vas a llevar a la fiesta? Sería horrible que coincidiéramos.
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