13 enero 2008

Cementerio de pianos

Cuando empecé a enfermar, pronto supe que iba a morir.

En los últimos meses de mi vida, cuando aún conse­guía hacer a pie el camino entre nuestra casa y el taller, me sentaba sobre un montón de tablas y, sin ser capaz de ayudar en las cosas más simples: igualar el marco de una puerta, clavar un clavo: me quedaba viendo cómo Francisco trabajaba ensimismado, en medio de una nie­bla de motas de serrín. De joven yo también era así. En esas tardes, tanto tiempo insoportable después de ha­ber sido joven, me aseguraba de que no me estaba vien­do y, cuando ya no aguantaba más, metía la cabeza en­tre las manos. Soportaba el peso inmenso de mi cabeza: mundo: me tapaba los ojos con las manos para sufrir dentro de la oscuridad, dentro de un silencio que fingía. Después, en las últimas semanas de mi vida, ingresé en el hospital.

Marta nunca fue a visitarme al hospital. Estaba embarazada de Hermes. Estaba en los últimos meses y Marta, dada su complexión, necesitó muchos cuidados durante el embarazo. De repente, me acuerdo de cuando era pequeña y tan feliz con el patinete que le compré de segunda mano, me acuerdo de cuando iba a la escuela, me acuerdo de tantas cosas. Mientras yo estaba en el hospital a la espera de morir, Marta estaba en otro hos­pital, no demasiado lejos, a la espera de que Hermes naciese.



-¿Cómo está mi padre? -preguntaba Marta, acos­tada, mal peinada, con las sábanas de la cama de hos­pital tapándole la barriga.

-Pues sigue igual -respondía alguien mintiendo. Alguien que no era ni mi mujer, ni Maria ni Francisco, porque ninguno de ellos tenía fuerzas para mentirle.

La última tarde en que estuve vivo, mi mujer, Maria y Francisco fueron a verme. Durante toda la enferme­dad Simão nunca quiso visitarme. Era domingo. Yo es­taba separado de los otros enfermos porque iba a morir. Intentaba respirar y mi respiración era un zumbido gra­ve, ronco, que llenaba la habitación. En el extremo de la cama, mi mujer lloraba, ahogada por las lágrimas, por el rostro desencajado y por el dolor: el sufrimiento. Sin escoger las palabras, las pronunciaba entre gemidos pro­longados, estirados, largos, interrumpidos solamente por resuellos ansiosos. Eran palabras que ardían dentro de su cuerpo delgado, vestido con chaqueta de punto, una fal­da bien conservada, zapatos abrillantados:

-Ay mi hombre mi amor que eres mi amor y yo me quedo sin ti mi hombre mi compañero mi amor tan grande tan grande.

Maria lloraba e intentaba abrazar a su madre, con­solarla, porque, en el pecho, sentían las dos el mismo vacío definitivo y terrible que yo también habría senti­do si algún día hubiese perdido a una de ellas. Francis­co miraba por la ventana. Procuraba no ver. Procuraba no saber aquello que sabía. Procuraba ser un hombre. Después, serio, se acercó a mí. En un tiempo eterno y concreto, me acarició la cara y puso su mano sobre mi mano. En la mesilla, sobre la tapa de hierro grisáceo, encontró un vaso de agua y un palito que tenía un tro­zo de algodón en la punta. Mojó el algodón en el agua y me lo colocó en la boca seca y abierta. Lo mordí con toda la fuerza que tenía, y Francisco se sorprendió al sentir por última vez mi fuerza. Retiró el algodón. Me miró y lloró también, porque ya no era capaz de aguan­tarse. Maria lo abrazó y lo trató como cuando era pe­queño:

-No tengas miedo, que no vamos a dejarte solo. Va­mos a cuidar de ti.

Toda mi fuerza. Usé toda mi fuerza y sólo conseguí emitir un sonido horrible de moribundo. Quería decir­les a Francisco y a Maria que yo tampoco los dejaría solos, quería decirles que yo era el mayor amigo que te­nían en la vida, que nunca los dejaría solos y que nun­ca dejaría de ser su padre, ni de cuidar de ellos, ni de protegerlos. En vez de eso, usé toda mi fuerza y sólo conseguí emitir un sonido horrible de moribundo. El sonido de una voz que ya no conseguía hablar, el soni­do de una voz que, usando toda su fuerza, sólo conseguía hacer un ruido ronco con la garganta, un sonido horrible, un sonido de moribundo. Miraron hacia mí y lloraron más, y sintieron en el pecho todo el vacío terrible, negro: profundo profundo: que yo también habría sentido si algún día hubiese perdido a uno de ellos.

Se fueron a casa de Maria y cada uno se abandonó a una esquina dentro del sufrimiento. Lejos, protegida, Ana tenía dos años y estaba en casa de los abuelos por parte de padre. Desprotegidos, mi mujer, Maria y Fran­cisco esperaban a que el teléfono sonara. Esperaban a que llamasen del hospital con la noticia de que yo ha­bía muerto. Así fue como habló la enfermera:

-En principio, telefonearemos también hoy. Llama­remos una vez que su marido fallezca.

Así fue como habló la enfermera. Quizá sin darse cuenta de que mi mujer ya no era nadie. Sin darse cuen­ta de que las palabras que le decía se perdían sin eco dentro de su oscuridad.

Lenta, la noche. Con la lentitud desmedida de las cosas mundanas, la noche cubrió todos los lugares del mundo que estaban todos allí a la vez: la casa de Ma­ria: los muñecos de imitación de porcelana sobre los es­tantes de los armarios, las cubiertas de los sofás, las esquinas dobladas de las alfombras, las lámparas de imitación de cristal, las pinturas estampadas en los cua­dros: y la casa de los cumpleaños en la que, desafinando, cantábamos «Cumpleaños feliz», dábamos palmas desa­compasadas y nos reíamos: y la casa de las Navida­des donde me sentaba en el sofá, y se ponía el mantel con dibujos de pinos y campanas, y se usaban las copas altas. En esa casa, cada uno se abandonó a una esquina dentro del sufrimiento.

A las nueve de la noche, el teléfono sonó. El teléfo­no sonó durante un momento que fue muy largo, por­que nadie quería contestar, porque todos tenían miedo de contestar, porque todos sabían con una certeza muy grande que, al contestar, se acabaría definitivamente la esperanza hasta el último instante, se acabarían los casi tres años de mi enfermedad que, siempre se supo, me conduciría a la muerte, me conduciría hasta aquel teléfono que sonaba y al que nadie quería contestar. El te­léfono sonó. El sonido atravesó la casa y el pecho de mi mujer, de Maria y de Francisco. Quien contestó fue el marido de Maria. Sus palabras dentro de una suspen­sión negra del tiempo, como dentro de una sombra del tiempo:

-Sí, sí. De acuerdo. Ya se lo digo.

Se acercó a mis hijos y a mi mujer y se lo dijo. Un muro invisible entre su rostro y las palabras que decía. Un muro invisible entre el mundo y las palabras que de­cía. Un muro que no permitía la comprensión inmedia­ta de palabras tan simples. Kermes acababa de nacer.

Kermes acababa de nacer.

Las palabras fueron:

-Ha nacido el niño de Marta.

En el hospital, Marta estaba descansando. Y nadie sabía cómo estar feliz, pero la felicidad era muy fuerte y crecía dentro de ellos. Era como si tuviesen un manantial de agua en el pecho y la felicidad fuese esa agua. Hubo un milagro que hizo que las lágrimas se transformaran en lágrimas. Y tenían las manos posadas sobre el pecho. Tenían los párpados cerrados muy despacio sobre los ojos para sentir la lluvia ligera de aquella felicidad que los cubría, que los inundaba.

Pasó una hora. El teléfono sonó de nuevo.

Yo acababa de morir.

De Cementerio de pianos (2007)


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